La viuda negra de Barcelona, la Yiya Murano española, que envenenó a familiares y vecinos para quedarse con su dinero (2024)

La viuda negra de Barcelona, la Yiya Murano española, que envenenó a familiares y vecinos para quedarse con su dinero (1)

Es imposible saber si, cuando vivía en Málaga, a fines de la década de los ‘70, Margarita Sánchez Gutiérrez leyó en los diarios españoles las noticias sobre una serie de crímenes escabrosos cometidos por una argentina viuda y de apariencia distinguida, María Bernardina de las Mercedes Bolla Aponte de Murano -Yiya para los amigos -, que mató a por lo menos tres de sus amigas para quedarse con su dinero. El modus operandi de Yiya era sencillo: las asesinaba poniéndoles veneno en el té que les servía primorosamente con masas finas.

Conociera o no el accionar de Yiya Murano – a quien los medios argentinos bautizaron como “La envenenadora de Monserrat” por el barrio porteño en que vivía -, en la primera mitad de los ‘90 Margarita Sánchez Gutiérrez utilizó el mismo modus operandi para deshacerse de personas de su círculo más cercano, familiares y vecinos, y así apropiarse de sus joyas y pesetas. Fue, eso sí, más versátil en cuanto a los medios: si bien alguna vez utilizó el té, no le hizo asco a cocinar callos y paellas para hacerles embuchar el veneno a sus víctimas.

Cuando la descubrieron y juzgaron, el periodismo español aplicó el mismo criterio geográfico que los argentinos habían utilizado para bautizar a Yiya y la hicieron famosa con dos apodos: “La viuda negra de Hospitalet” y “La viuda negra de Barcelona”, por el barrio y la ciudad donde mató con veneno, como esa araña de picadura letal, a su marido, a su suegra, a su cuñado y a varios vecinos. Las víctimas pudieron ser más, porque hubo algunos que salvaron sus vidas después de pasar días al borde de la muerte en el hospital.

De Málaga a Barcelona

Margarita Sánchez nació en Málaga en el año 1953, en el seno de una familia sin recursos económicos, agravados por el alcoholismo de los padres. No tuvo una infancia feliz, porque a las necesidades básicas insatisfechas que padeció mientras crecía se le agregó un problema de estrabismo que la convirtió en blanco de las burlas de sus compañeros de escuela, que haciendo gala una crueldad poco original la llamaban “la tuerta”.

Tímida y solitaria, dejó los estudios en la adolescencia y para escapar del infierno de su casa se fue a Barcelona, donde se ganó la vida con trabajos provisorios y mal pagos. Allí conoció a Luis Navarro Nuez, un conductor del metro de la ciudad con el que tendría dos hijos, Sonia y Javier.

El matrimonio tampoco la hizo feliz porque – para seguir con la tradición de su familia – el hombre que eligió también era alcohólico, y de los graves. Por eso, aunque el sueldo del metro no era malo, a la casa de Margarita llegaban pocas pesetas, porque el bueno de Luis se las gastaba en cañas y botellas. Al mismo tiempo, las deudas con los comerciantes del barrio – ante los que Margarita era la que ponía la cara – crecían hasta hacerse impagables.

Para sacar del pozo a la economía familiar comenzó a cuidar ancianos, una ocupación que le sería después muy útil porque los médicos que atendían a las personas que ella cuidaba siempre le hacían la misma advertencia: que tuviera cuidado con las dosis de los medicamentos, porque si se los daba en exceso el remedio era peor que la enfermedad. Es decir, que podía matarlos.

Corría 1991 y Margarita se afanaba en su trabajo con los ancianos, pero los ingresos que su trabajo le aportaban no alcanzaron para evitar que la desalojaran del oscuro departamento de la calle Riera Blanco que ocupaba con Luis y sus dos hijos.

Por pesetas y por odio

Los cuatro se fueron a vivir con los padres de Luis, en parte porque no tenían dónde, pero también para que Margarita cuidara a su suegro, un hombre ya mayor y de precaria salud. En esa casa tampoco había dinero y “la tuerta” – como también la llamaba a sus espaldas su suegra, Carmen Nuez, con la que se llevaba como perro y gato – siguió cuidando ancianos que vivían solos para ayudar con los ingresos. Mientras tanto, Luis iba del metro al bar, donde se le escurría casi todo el salario.

Margarita decidió entonces tomar cartas en el asunto. El 3 de agosto de 1992 ingresó en un hospital barcelonés una mujer de 70 años llamada Rosalía Marco Castro, que no tenía parientes cercanos y estaba al cuidado de Margarita. La encontró una vecina, inconsciente en su departamento de la calle Condes de Bell-lloc, y llamó a la ambulancia. Rosalía murió días después en el hospital sin haber recuperado la conciencia.

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No hubo sospecha alguna sobre la causa de la muerte, que los médicos adjudicaron a un paro cardio-respiratorio. Nadie buscó drogas, medicamentos o veneno en su cuerpo. Llamó la atención, eso sí, que pocos días antes de ser encontrada inconsciente, Rosalía – o alguien con un cheque firmado por ella – hubiera cobrado un millón de los veinte millones de pesetas que tenía en su cuenta bancaria. De todos modos, como la muerta había sido siempre muy reservada con sus manejos financieros, no se sospechó nada extraño ni puso el foco en la cuidadora, que se mostró llorosa y desconsolada en el velorio.

Más dolor demostró Margarita dos meses después, el 26 de octubre de 1992, cuando Luis, su marido, murió en la Clínica Provenza de Barcelona. En el certificado de defunción, el médico escribió “paro cardio-respiratorio”, aunque Luis había sido ingresado unos meses antes en esa misma clínica afectado por una fuerte intoxicación. No le dieron importancia debido a que sabían que el hombre tomaba pastillas de cianamida cálcica para su adicción al alcohol y tenía el hígado hecho pedazos. Ningún organismo resiste ese cóctel durante mucho tiempo y a nadie se le ocurrió que Margarita podía haberle metido pastillas molidas en la comida que le servía todas las noches.

Margarita Sánchez Gutiérrez se había cobrado impunemente su segunda víctima, con el mismo modus operandi – las pastillas – pero por diferentes motivos. A Rosalía la mató por las pesetas, a Luis simplemente por odio.

En los meses que siguieron, Margarita intentó matar a su suegra mezclando las mismas pastillas que tomaba su marido en los platos que le servía. Era la única que quedaba de la familia – el padre de Luis había muerto de muerte natural antes que su hijo – y si se la sacaba de encima podría quedarse con la casa. Allí los motivos se combinaban, porque el interés y el odio iban de la mano. No tuvo éxito: Carmen Nuez era una mujer fuerte y siguió vivita y coleando después de sortear cinco intoxicaciones.

La única que sospechó de Margarita fue la propia Carmen, que solía decir que cuando su nuera estaba cerca ella se enfermaba y cuando se alejaba no tenía problemas de salud. Poco más tarde la echó de la casa.

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Una cadena de envenenamientos

En mayo de 1993, Margarita se fue a vivir a casa de su hermanastra Josefa Sánchez y su cuñado, José Aracil, en la calle Riera Blanca número 95, en el barrio barcelonés de Hospitalet. Pocos días después de su llegada consiguió trabajo cuidando a un vecino enfermo, Manuel Díaz Rojas, de 57 años, quien no demoró en morir.

La siguiente víctima de Margarita fue su propio cuñado, un hombre sano de 50 años, que murió el 14 de agosto. El certificado médico dijo que la causa había sido un “paro cardio-respiratorio” y nadie buscó sustancias extrañas en su organismo. A Josefa, en cambio, le llamó la atención que no hubiera dinero en la cuenta bancaria de José, pero como el hombre manejaba las pesetas a su antojo, creyó que él mismo las había gastado.

Para entonces, Margarita estaba noviando con José Antonio Cerqueira, un vecino de 69 años, que no dudó en prestarle medio millón de pesetas para solventar un gasto imprevisto que se le había presentado. Murió en septiembre, después de que su novia le preparara una paella.

También había entablado amistades en su nuevo barrio, entre ellas la de Pilar Hinojo, una vecina de 67 años con quien solía reunirse en su casa por las tardes. Un día, Margarita llamó a la hija de Pilar por teléfono y le dijo que hacía días que no veía a su madre y que nadie respondía cuando llamaba a su puerta. La joven llegó una hora después, entró con su propia llave, y encontró a Pilar inconsciente, tirada en el sofá, presumiblemente desde hacía días. De inmediato llamó al servicio de urgencias que la llevó al hospital más cercano. Pilar pasó 23 días internada, luchando entre la vida y la muerte, hasta que se recuperó. De la casa faltaban dinero y joyas.

Investigada y detenida

Margarita había calculado mal. Cuando llamó a la hija de Pilar estaba segura de que la vecina estaba muerta. Eso fue el principio del fin, porque por primera vez sospecharon de ella, aunque no tenían una sola prueba.

La policía la puso bajo vigilancia, esperando que cometiera algún error. Los detectives observaron que concurría asiduamente a varias farmacias, de donde salía con una bolsa de medicamentos. Al consultar con los farmacéuticos, comprobaron que presentaba recetas de un medicamento a base de cianamida cálcica, el mismo que tomaba su difunto marido. Descubrieron también que las recetas eran falsificadas.

Un medicamento que se metabolizaba rápidamente y si no mataba con las fuertes dosis que dosis que Margarita ponía en la comida de sus víctimas, servía para que, con el tiempo, terminase por actuar sobre la salud del que lo había ingerido, provocando un paro respiratorio. El asesinato se convertía, entonces, en muerte natural.

Con esas pruebas, allanaron la casa de su hermanastra, donde vivía con sus dos hijos, y encontraron una gran cantidad de pastillas, joyas e incluso documentos de algunas de sus víctimas.

Margarita Sánchez Gutiérrez fue detenida a principios de 1996 y su caso se convirtió en noticia. A medida que se conocían sus crímenes, los cronistas policiales empezaron a llamarla “La viuda negra de Barcelona” o “La viuda negra de Hospitalet”. Abrumada por las pruebas, su primera defensa fue admitir los robos, pero negar los asesinatos.

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Sin embargo, los testimonios, incluido el de su ex suegra, la dejaron sin salida. Fue acusada inicialmente de cuatro asesinatos y tres tentativas de asesinato. La policía también detuvo a su hija Sonia, por entonces de 16 años, por considerarla cómplice del accionar de su madre.

Condenada, pero no por asesinar

El tribunal terminó condenándola por tres delitos de lesiones, robos con violencia y delito de falsedad, pero fue absuelta de los asesinatos al considerarse que solamente quería dormir a sus víctimas para robarles y no matarlas.

En enero de 1998 la sentenciaron a 34 años de prisión. Sonia fue condenada a cuatro años de cárcel como cómplice principal de su madre. Margarita también perdió la custodia de su hijo, de 12 años, que fue a parar al Centro de Menores de la Generalitat de Cataluña.

Margarita Sánchez Gutiérrez, “La viuda negra de Barcelona”, salió en libertad en 2016, al cumplir 25 años efectivos de su condena. Desde entonces vive en el municipio de Tarrasa, Barcelona, y se niega sistemáticamente a hablar de sus crímenes.

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